Las máquinas están poniendo “patas arriba” varias plazas y calles de Getafe. Y uno, que siempre alberga la esperanza, piensa que quizá… tal vez… en este caso… estemos ante un empuje peatonal que rescate para los ciudadanos de a pie algún tramo más de nuestra ciudad. Pero que va.
Asumo casi
literalmente el pensamiento de Francesco Tonucci (recomiendo que leáis de este
autor todo cuanto caiga en vuestras manos) sobre este tema. Antes se invertía todo en la
localidad, en lo público. La verdadera habitación era la ciudad: hermosa,
acogedora, apta para el paseo, para el encuentro, para el juego. En la
actualidad, nos hemos rendido a intereses innobles. Las pobres gentes
corrientes buscamos soluciones individualistas, privadas: nos refugiamos dentro
de la casa y allí nos fortificamos. Y los que más lo sufren son los niños, los
grandes olvidados que se encuentran solos como consecuencia del vertiginoso
progreso y del alocado bienestar consumista. Nuestros menores pasan la tarde
delante de la caja tonta, prisioneros en su casa-refugio, donde la tele sustituye
a los padres y a la propia escuela. Pero por ahí sólo encontramos más miedo y
frustración.
En ciudades modernas no
hay más amo de la localidad que el automóvil; una máquina que genera peligro,
contaminación y ocupa el suelo público. Y lo que queda libre de tal
monstruosidad está bajo el control exclusivo de la producción comercial y un
desarrollo imparable de los servicios. Los espacios se han planeado para los
adultos crispados, con empleo y que pagan impuestos. No están pensados para el
resto, los de segunda división: ancianos, pobres, niños…
Sí. La ciudad se ha
olvidado de todos ellos. Ha hecho muchísimo por los coches, mucho por los
adultos “fuertes”. Simula que también ha hecho mucho por los niños a través de
guarderías, escuelas, parques infantiles; pero una mirada más detenida nos
revela que todos estos servicios son espacios pensados más para los padres -que
no saben donde dejarlos-, que para satisfacer las exigencias reales de sus
hijos.
En este modelo de
ciudad, los niños no pueden desarrollar su actividad más importante, su
verdadero trabajo, la experiencia que condicionará su futuro más que cualquier
otra: jugar. Urge, pues, cambiar de actitud para devolverles la ciudad; ya que
con su presencia, invadiendo con sus juegos los espacios públicos, serán
capaces de modificar los comportamientos de los adultos, obligándoles a
respetar el medio urbano donde viven. Urge que los niños puedan nuevamente
salir solos de casa, que no se vean condenados a estar durante tardes enteras
delante del televisor, que puedan –como antes pasaba– buscarse un amigo y
descubrir cosas, jugando juntos.
Pero para eso la ciudad
ha de cambiar completamente. Hemos de ser conscientes que nos hemos dejado
arrebatar el espacio ciudadano, público y solidario. En este contexto, el menor
sólo podrá ir al parque si un adulto lo acompaña; inevitablemente, por
supuesto, dentro del horario del adulto. Quien lo acompañe, también por lógica,
debe esperarlo y mientras lo espera, lo vigila; pero bajo vigilancia no se
puede jugar. Y con esa deriva aplastante aparece el fruto amargo de esta nueva
ciudad consumista: el niño se encuentra con un sufrimiento añadido, la soledad.
Ya no se ven en
nuestras ciudades niños que juegan y pasean solos. ¿Significa eso que la ciudad
está enferma? Evidentemente, sí. Está enferma, porque cuando los niños están
por la calle, su sola presencia anima a otros niños a bajar, mantiene a raya a
los automóviles y moviliza a otros adultos distintos de sus padres para
“echarles un ojo” y así evitar otros peligros, que hoy campan a sus anchas.
Habría que devolver a
los niños la posibilidad de jugar libremente, porque lo que hacen no es eso ni
se le parece. Están en los parques un rato corto, vigilados, controlados en
exceso. Además, el mensaje que perciben en la actitud de sus padres es el de
peligro permanente; no se pueden hacer mejor las cosas para educar en la
fragilidad y el miedo. Para evitarlo caemos en algo peor: pasan demasiado
tiempo frente al televisor, cosa que preocupa a todos los educadores.
Está demostrado que la
única experiencia más deseada que ver la tele es jugar con los otros niños. La
propia escuela se vería beneficiada; pues para cumplir bien su tarea de
formación a partir de los conocimientos de sus alumnos, tendría necesidad de unos
niños más autónomos y más protagonistas en cuanto ciudadanos. Es de cajón: si todos los niños hacen las mismas
actividades por la tarde y ven la misma tele, al día siguiente no tienen nada
que contar a sus compañeros en la escuela. Dejar tiempo a los niños
para que hagan cosas diferentes por la calle traerá como consecuencia que luego
tendrán temas de conversación para hablar en clase.
Dar una solución a este
problema e ir hacia una ciudad más ágil y sencilla, en la que todos sus
habitantes estén presentes como ciudadanos es una cuestión urgente. En
particular, para los niños.
Pepe.